Cuando nos encontrábamos escribiendo la anterior entrega de Espacio Psyche ocurrió un suceso que fue noticia y del que seguramente la mayoría de los lectores estén enterados: una maestra del departamento de Artigas, que debido a la situación de suspensión de las clases presenciales por la pandemia, habría ido personalmente a la casa de sus alumnos a entregar unas tareas, fue fotografiada y “escrachada” en la plataforma Facebook, reprochándole que había actuado de manera irresponsable, dejándola como blanco fácil para el acoso, los violentos ataques y agravios hacia su persona. El suceso terminó de la peor manera con la muerte de esta mujer por un paro cardíaco, quedando sobre la mesa la posibilidad de que el desencadenante pudo haber sido el alto nivel de estrés que estaba sufriendo por la persecución a través de las redes.
En función de este suceso elegimos enfocar esta edición en una de las nuevas y preocupantes formas de violencia que se manifiestan en el mundo virtual.
Los últimos diez años han estado marcados por un gran avance en los procesos de globalización, la cobertura de internet y el desarrollo de dispositivos tecnológicos que han permitido que la gran mayoría de las personas puedan acceder a éstos medios, y en consecuencia, fue posible la casi universalización del uso de las redes sociales. Esto ha permitido a cada uno de nosotros proyectarnos en este nuevo mundo cibernético, modificando la forma en que nos relacionamos y habilitando la creación de nuevos tipos de vínculos entre las personas. Si bien, puede llegar a creerse que el mundo virtual está separado del “mundo real” es importante entender que estos ámbitos en los que hacemos nuestra vida no son piezas independientes ni separadas. Por lo tanto, la experiencia (positiva o negativa) que tengamos en la red va a generar impactos en la esfera personal y social.
El marco de la pandemia global es un escenario en el que puede ejemplificarse bastante bien lo que estamos hablando. Ante cada nuevo caso de COVID-19 o su sospecha, empiezan a circular instantáneamente por Whatsapp, Facebook o Instagram quién es la persona, qué hizo, con quién estuvo; haciéndola objeto del miedo transformado en violencia de gran parte de los internautas que traspasan sin dudar la barrera del derecho a la privacidad del que todos deberíamos gozar.
Puede apreciarse que en paralelo a la invisibilización del derecho a la privacidad, este “acercamiento virtual” con sus consecuencias positivas para el contacto y la comunicación, abre además un escenario en el que se ponen de manifiesto diferentes expresiones de violencia hacia niños, niñas, adolescentes y adultos. Es decir, la violencia se ejerce y visualiza entre pares pero también entre distintas generaciones. Cuando la violencia se ejerce entre iguales y nos referimos a niños, niñas o adolescentes se lo nombra cyberbullying.
El cyberbullying es entendido como el maltrato intencional que realizan los niños, niñas o adolescentes hacia otro igual, a través de mensajes, videos, imágenes o comentarios. Este fenómeno adquiere una gravedad particular ya que puede extenderse en el tiempo, estos contenidos hirientes (si no son eliminados de la red) son pasibles de ser reenviados y reproducidos infinitas veces, generando daños emocionales y sociales importantes en la vida de quien lo padece.
Así como cada persona y su contexto es único, la experiencia por la que se pasa al sufrir cualquier tipo de violencia y el valor que se le otorga también lo es. A pesar de las particularidades de cada caso, de manera general podemos nombrar algunos efectos específicos en las personas que sufren y causan violencia en la red; alteraciones en el comer y en el dormir, ansiedad, depresión, baja autoestima, bajo rendimiento en entornos educativos, problemas a la hora de socializar o aislamiento, posible desarrollo de consumo problemático, dificultad para comunicarse con la familia, pensamientos e ideaciones suicidas y como efecto irreversible: el suicidio.
¿Qué podemos hacer los adultos ante este fenómeno? Primero que nada es importante mostrarse cercanos, comprensivos y disponibles al diálogo, aceptando la posibilidad casi inevitable de que existan confrontaciones. Es común que los adolescentes y los niños ocupen mucho tiempo en la virtualidad, y necesitan ejercer su derecho a la intimidad. La intimidad es un aspecto saludable en su experiencia aunque a veces a los adultos nos cuesta considerar esta necesidad y respetarla. Es fundamental también sensibilizar sobre la responsabilidad que debemos asumir cuando nos llegan contenidos que pueden ser hirientes para un tercero, ya que en estos fenómenos de violencia virtual el rol que juegan las personas que los comparten o reenvían es tan o más importante que el que crea el contenido.
De la misma forma, hay que ser conscientes que los adultos también formamos parte y participamos en mundo virtual y de las redes, y que muchas veces caemos en el “haz lo que yo digo y no lo que yo hago”, por lo que en estos temas la importancia radica en ofrecer modelos saludables de relacionarse virtualmente.


